Había pasado seis meses desde que Miquel partió de viaje a una ciudad que queda muy lejos de donde yo vivo, en un país que quizá yo nunca conozca –es un lugar extraño- decía Miguel, en sus muy breve líneas que enviaba por correo electrónico cada diez o quince días. Sin embargo, jamás pensé que aquel lugar tan distante e incógnito albergara realmente cosa tan extraña. Fue un momento cósmico, lleno de asombro, sorpresa y algo de miedo cuando él apareció después de todos estos meses en la puerta de mi casa, con su peculiar regalo de viaje que había traído única y exclusivamente para mí.
Estaba conmocionada al verlo a él, así, de improviso, pero esta sensación de desconcierto no se compara con la que me asaltó cuando abrí la pequeña caja de madera que tenia unas letras en un lado de sus caras “Di la citta di Venecia”. No me atreví a hacer nada, me quede mirando lo único que alcanzaba a ver: unos ojos inmensos que me miraban fijamente, me pareció aquella mirada un tanto apacible, pero profundadamente triste.
Me quede ahí mirando esa mirada de vaca sin ternero, sin melaza, acorralada y sola. De repente empecé a recordar un montón de cosas lindas, alegres días de risas y abrazos eternos invadieron mi cabeza, volví a pasar por el corazón tantos momentos lejanos, tantas sensaciones dormidas, muchas alegrías opacas y quizá perdidas en algún recoveco de mi memoria.
Como Miguel sabia que eso iba a pasar se quedó simplemente mirando la pequeña sonrisa que se me fue haciendo y la manera como se me iba abriendo los ojos repentinamente, por instantes, con sorpresa. -Esta es una de las cualidades – dijo Miguel mientras se agachaba para sacar aquella cosa extraña que reposaba en la penumbra de la caja, yo lo miraba expectante. Por fin acomodó entre sus manos algo que parecía ser un pez, por todo menos por los ojos, y por eso de que no necesitara agua sino más bien un montón de hierba húmeda en la que se revolcaba placentero, y en la que iba dejando caer de a pocos una especie de escamas de diferentes tamaños y en todos los tonos del azul, verde y naranja. Era una imagen magnifica. La vivacidad de sus colores contrastaban muy bien con su comportamiento taciturno y sus ojos melancólicos que miraban atentamente a su alrededor, especialmente cuando se le acomodaba su montón de hierba humeada en alguna parte de la terraza de mi casa, desde donde se ve casi toda la ciudad. En esos momentos pareciera que estuviera haciéndose grandes preguntas y tratará de comprender el por qué de esta existencia, porque en sus inmensos ojos de vaca se dibujaba un pequeño destello de angustia, pero es justo en estos momentos que su cuerpecillo frágil de pez deja caer las escamas de los más bellos colores.